jueves, 19 de febrero de 2015

Cienciarte

En las aulas de la universidad, la psicología se ofrece como ciencia y como profesión, no como sabiduría, es decir, un conocimiento holístico que baña la forma de ver y estar en el mundo, observando las cosas en su completud. Enseñamos a trocear y mantener a “cada cosa en su sitio”, remarcando que los sitios no pueden mezclarse. Una víctima del proceso es el arte, repudiado enérgicamente.
Sin embargo, esta conducta es contraproducente, pues otras víctimas son precisamente la profesión y la ciencia. El arte es la argamasa de la sabiduría.
La ciencia, por ejemplo, puede vivirse como técnica y como arte. En esta época, lo primero nos aplasta, lo segundo extraña. La ciencia como técnica se ejerce de forma programática y meticulosa, siguiendo un método que lleva a no sabemos dónde, pero con paso firme. No solo se pierde el horizonte; también a los sujetos que investigan, instigados para no manchar, no perturbar. Y lo hacemos de forma tan irreflexiva que confundimos términos y significados. En Manzano-Arrondo (2014) denuncio los bailes entre asepsia, objetividad, imparcialidad, neutralidad y distancia. En cualquier caso, como aprendices de gente de ciencia, se nos enseña a investigar desde la Luna, para no influir sobre lo investigado (Holloway, 2002). En los últimos años, la ciencia-técnica invade todos los espacios y se llega a extremos como los denunciados por Ordine (2013):
"los profesores se transforman cada vez más en modestos burócratas al servicio de la gestión comercial de las empresas universitarias. Pasan sus jornadas llenando expedientes, realizando cálculos, produciendo informes para (a veces inútiles) estadísticas, intentando cuadrar las cuentas de presupuestos cada vez más magros, respondiendo cuestionarios, preparando proyectos para obtener míseras ayudas, interpretando circulares ministeriales confusas y contradictorias. El año académico transcurre velozmente al ritmo de un incansable metrónomo burocrático que regula el desarrollo de consejos de todo tipo (de administración, de doctorado, de departamento, de curso de graduación) y de interminables reuniones asamblearias." (p.80).
La ciencia-arte es lo que enamora, aunque dé vergüenza confesarlo en público. Es la ciencia que se atreve, rebelde, radical, poco respetuosa con cualquier orden establecido, o con las obediencias a los gurús. Se encuentra en las antípodas de nuestro actual baboserío pro-anglosajón. En una ocasión, escribí un manifiesto en términos de “yo me siento anglosajón, es decir, me siento libre de crear, de innovar, de proponer cosas nuevas, nuevos procedimientos, nuevos vocablos, nuevos conceptos... con ello me libero del corsé español, es decir, de tener que demostrar continuamente que valgo la pena porque soy capaz de reproducir acríticamente lo que escriben los anglosajones en sus revistas, buscando en sus archivos los orígenes de mis intereses y cubriendo con sus palabras previas mis propios sueños”. Los anglosajones no tienen la culpa de ser los pastores que las ovejas han creado para no sentirse perdidas.
Un antídoto para tal estupidez colectiva, disfrazada de ciencia, es abrirla al arte. Cuando llega, la capacidad de comunicación se expande, puesto que el arte es el mayor especialista en la transmisión de la complejidad (Wagensberg, 1985). Lo he repetido muchas veces (por ejemplo, en Manzano-Arrondo, 2012): necesitamos romper fronteras a todos los niveles, lo que incluye llenar de arte la ciencia y dejar de obsesionarse por la repetición infinita de los mismos tópicos técnico-metodológicos.
En cierta ocasión, un investigador brasileño del Instituto Paulo Freire vino a una de mis clases a impartir una conferencia. Lo hizo cantando y tocando su guitarra. Fue precioso, lo que no asombra a nadie. También fue una trampa. El acuerdo previo fue que yo haría lo mismo que él iba a hacer en mi clase, cuando me invitara a Sao Paulo. No fui capaz de repetirlo, pero sí de cantar una canción tras mi intervención. Me sentí muy extraño, pero con una grata sensación que llenó mi vivencia en el resto de los cinco días del evento. Pletórico tras la experiencia, decidí aumentar el reto: en noviembre 2008 me invitaron a dar una conferencia en el castellano y frío Burgos. En su tramo final dije algo así como “necesitamos lo inesperado; repitiendo lo que se espera en cada momento que debemos hacer, no conseguiremos otra cosa que el vacío. Imaginaros que ahora yo tomara una guitarra en mis manos y cantara una canción. Lo esperable es que mi imagen de científico se viniera abajo. Una canción inserta en una conferencia no es nada serio. Pero ¿por qué nos hemos atado a la seriedad? ¿Dónde está escrito que hemos de caminar con estreñimiento para ejercer la ciencia?” Entonces saqué una guitarra que tenía preparada bajo la mesa. Ante la mirada atónita del auditorio que venía al Salón de Actos, canté Plastilina al tiempo que proyectaba su letra en la pantalla. En el último estribillo, buena parte de la sala tocaba las palmas y cantaba conmigo.
Llenar de arte la ciencia y la profesión no es cantar canciones, necesariamente. Es sentirse libre de crear, sentir extraña y ajena la obediencia.
Hace falta menos orden pertinente,
menos regla, menos tuya, menos mía;
hace falta caos salvaje y alegría;
hace falta poesía, simplemente.
(Extracto de “poesía”, de VMA).

    Vicente Manzano-Arrondo

Referencias
Holloway, J. (2002). Cómo cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado de la revolución hoy. Barcelona: El viejo topo.
Manzano-Arrondo, V. (2012). La Universidad Comprometida. Vitoria: Hegoa.
Manzano-Arrondo, V. (2014). Il Barómetro Cittadino. La risposta dell'Universitá per unire didattica, ricerca, azione. Rivista Internazionale di EDAFORUM, 9(23).
Ordine, N. (2013). La utilidad de lo inútil. Manifiesto. Barcelona: Acantilado.
Wagensberg, J. (1985). Ideas sobre la complejidad del mundo. Barcelona: Tusquets Editores.

1 comentario:

  1. Gracias Vicente. Siempre he creído que la ciencia implica un proceso creativo hasta cierto punto semejante al de cualquier artista. Con sus bloqueos y su terror a ´la página en blanco. Además como buen constructivista pienso que un buen relato es mucho mejor que un buen modelo matemático. En estos días, desgraciadamente, hemos tenido la mala noticia de la enfermedad de Oliver Sack. Un neurólogo que creo que supo contar como nadie la ciencia. Javier

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